El 10 de noviembre de 1759 nacía en Marbach (Alemania) Frederick Schiller. Y el mismo día pero en Charleville (Francia) y casi un siglo después, en 1854, lo hacía Arthur Rimbaud. Los dos se convirtieron en poetas de fama universal, aunque sus trayectorias y vidas fueron muy diferentes, más intensa y demasiado corta la del francés. Hoy recuerdo sus figuras en sus respectivos cumpleaños con un par de sus poemas escogidos.
Frederick Schiller
Schiller fue dramaturgo y filósofo además de poeta. Nacido en Marbach en 1759, estudió medicina en Stuttgart pero su verdadera vocación siempre fue hacia la literatura. Su comienzo fue en el teatro, ya que tras prestar servicio militar, escribió su primera obra para las tablas influido por haber leído a Shakespeare y Rousseau. A partir de ahí se dedicó a la composición poética.
Estuvo viviendo en varias ciudades alemanas e hizo amistad con nombres como el de Goethe. También ejerció la cátedra de Historia en la Universidad de Jena hasta 1799. De su obra se pueden destacar títulos como El teatro como institución moral, Ensayo sobre la relación entre la naturaleza animal y la espiritual del hombre, De la gracia y de la dignidad o El arte trágico. Falleció en Weimar en 1805.
Estos son dos de sus poemas escogidos:
Éxtasis por Laura
Laura, si tu mirada enternecida
hunde en la mía el fulgurante rayo
mi espíritu feliz, con nueva vida,
en ráfaga encendida
resbala con la luz del sol de mayo.
Y si en tus ojos plácidos me miro
sin sombras y sin velos,
extasiado respiro
las auras de los cielos.
Si el acento sonoro
tu labio al aire da con un suspiro
y la dulce armonía
de las estrellas de oro;
escucho de los ángeles el coro,
y absorta el alma mía
en transparente amoroso se extasía.
Si en la danza armoniosa
tu pie, como ola tímida resbala,
a la tropa de amores misteriosa
miro agitar el ala;
el árbol mueve, tras de ti, sus ramas
cual si de Orfeo oyérase la lira,
y a mis plantas la tierra que pisamos
vertiginosa gira.
Si de tus ojos el destello puro
fuego amoroso inflama,
latido al mármol duro
da y al árido tronco vital llama.
Cuanto goce soñó la fantasía
ya presente contémplolo y seguro,
cuando en tus ojos leo, ¡Laura mía!
Reminiscencia inmortal
Dime amiga, la causa de este ardiente,
puro, inmortal anhelo que hay en mí:
suspenderme a tu labio eternamente,
y abismarme en tu ser, y el grato ambiente
de tu alma inmaculada recibir.
En tiempo que pasó, tiempo distinto,
¿no era de un solo ser nuestro existir?
¿acaso el foco de un planeta extinto
dio nido a nuestro amor en su recinto
en días que vimos para siempre huir?
…Tú también como yo? Sí, tú has sentido
en el pecho el dulcísimo latido
con que anuncia su fuego la pasión:
amémonos los dos, y pronto el vuelo
alzaremos felices a ese cielo
en que otra vez seremos como Dios.
Arthur Rimbaud
Nació en Charleville en 1854 y desde pequeño mostró un gran talento para la literatura. Se marchó a París siendo muy joven y allí hizo amistad con importantes poetas de la época, en especial, con Paul Verlaine. Con él mantuvo una escandalosa y tormentosa relación amorosa que acabó dos años después a causa de graves disputas entre ambos. Fue en esta época cuando aparecen sus primeras publicaciones como El barco borracho o Una temporada en el infierno.
Su obra está marcada por el simbolismo y también tiene una profunda influencia de Charles Baudelaire. Destaca su interés por el ocultismo o la religión. Pero su agitada vida lo obligó a dejar la poesía durante un tiempo que aprovechó para viajar por Europa. También se dedicó al comercio en el Norte de África. Cuando regresó a la capital francesa ya se había publicado su obra Iluminaciones. Falleció también un mes de noviembre de 1891.
Acaso no imaginas…
¿Acaso no imaginas por qué de amor me muero?
La flor me dice: ¡Hola! ¡Buenos días!, el ave.
Llegó la primavera, la dulzura del ángel.
¡No adivinas acaso por qué de embriaguez hiervo!
Dulce ángel de mi cuna, ángel de mi abuelita,
¿No adivinas acaso que me transformo en ave
que mi lira palpita y que mis alas baten
como una golondrina?
Ofelia
I
En las aguas profundas que acunan las estrellas,
blanca y cándida, Ofelia flota como un gran lilio,
flota tan lentamente, recostada en sus velos…
cuando tocan a muerte en el bosque lejano.
Hace ya miles de años que la pálida Ofelia
pasa, fantasma blanco por el gran río negro;
más de mil años ya que su suave locura
murmura su tonada en el aire nocturno.
El viento, cual corola, sus senos acaricia
y despliega, acunado, su velamen azul;
los sauces temblorosos lloran contra sus hombros
y por su frente en sueños, la espadaña se pliega.
Los rizados nenúfares suspiran a su lado,
mientras ella despierta, en el dormido aliso,
un nido del que surge un mínimo temblor…
y un canto, en oros, cae del cielo misterioso.
II
¡Oh tristísima Ofelia, bella como la nieve,
muerta cuando eras niña, llevada por el río!
Y es que los fríos vientos que caen de Noruega
te habían susurrado la adusta libertad.
Y es que un arcano soplo, al blandir tu melena,
en tu mente transpuesta metió voces extrañas;
y es que tu corazón escuchaba el lamento
de la Naturaleza -son de árboles y noches.
Y es que la voz del mar, como inmenso jadeo
rompió tu corazón manso y tierno de niña;
y es que un día de abril, un bello infante pálido,
un loco miserioso, a tus pies se sentó.
Cielo, Amor, Libertad: ¡qué sueño, oh pobre Loca!
Te fundías en él como nieve en el fuego;
tus visiones, enormes, ahogaban tu palabra.
-Y el terrible Infinito espantó tu ojo azul.
III
Y el poeta nos dice que en la noche estrellada
vienes a recoger las flores que cortaste,
y que ha visto en el agua, recostada en sus velos,
a la cándida Ofelia flotar, como un gran lis.