¿Macedonio al poder?

Una de las anécdotas que más gracia me causaron en su momento, al internarme en investigaciones sobre este particular personaje, e increíble escritor, fue el de su candidatura a presidente.

Una nota que al respecto leí, nombraba a Macedonio Fernandez como jocoso ante la idea, y citaba la siguiente frase dicha por el autor (cito tal cual recuerdo) : “Si un hombre quiere poner un kiosko, como hay tantos hombres que tienen kioskos, no le irá bien. Ahora, si un hombre se postula como candidato a presidente, siendo que no hay demasiados candidatos que se postulen, probablemente, le vaya bien”.

Algo que al día de hoy recuerdo como la actitud más irrisoria, aunque más propia del escritor. Lo cierto es que, al ponerme a investigar para saber más sobre el tema, me encontré con un artículo escrito por Carlos García, titulado Macedonio ¿Presidente?.

En el mismo, el investigador despliega diversos elementos y citas de autores, con el fin de aclarar la confusión que sobre la supuesta candidatura se ha presentado a lo largo de la historia. Y es que, entre 1920/23 y 1926/28, Macedonio Fernández pudo o no presentarse a elecciones. Entre estas dos fechas no hay claridad de si el autor lo hizo o no. Lo cierto es que García, en su investigación, demuestra que no hubo candidatura alguna, sino más bien un efecto a la causa generada. Es decir, Macedonio comenzó una pseudo campaña con el fin de llegar a la gente, por medio de la repartición de papelitos con su nombre, por ejemplo. En ningún momento se planteó como candidato, ni pidió votación a su nombre.

Si se ha confirmado, por medio de sus allegados, que en el ´20, Macedonio Fernández sí ansiaba con llegar a ocupar algún puesto en la casa presidencial, más no fuera la de consejero secreto del presidente. Pero, en lo que consta a los registros, nunca hubo una candidatura definitiva.

Ésta anécdota no deja de ser una de las tantas ingeniosas salidas con que Macedonio se hacía presente, tanto entre su círculo de amigos, como en la sociedad misma, receptora de sus delirios.

A continuación, un texto de Borges que creo aclara mucho de lo que aquí se expuso.

El mecanismo de la fama le interesaba [a MF], no su obtención. Durante un año o dos jugó con el vasto y vago propósito de ser presidente de la República. […] Lo más necesario (nos repetía) era la difusión del nombre. […] Macedonio optó por aprovechar su curioso nombre de pila; mi hermana y algunas amigas suyas escribían el nombre de Macedonio en tiras de papel o en tarjetas, que cuidadosamente olvidaban en las confiterías, en los tranvías, en las veredas, en los zaguanes de las casas y en los cinematógrafos. […] De estas maniobras más o menos imaginarias y cuya ejecución no había que apresurar, porque debíamos proceder con suma cautela, surgió el proyecto de una gran novela fantástica, situada en Buenos Aires, y que empezamos a escribir entre todos. […] La obra se intitulaba El hombre que será presidente; los personajes de la fábula eran los amigos de Macedonio y en la última página el lector recibiría la revelación que el libro había sido escrito por Macedonio Fernández, el protagonista, y por los hermanos Dabove y por Jorge Luis Borges, que se mató a fines del capítulo noveno, y por Carlos Pérez Ruiz, que tuvo aquella singular aventura con el arco iris, y así de lo demás. En la obra se entretejían dos argumentos: uno, visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la República; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos y tal vez locos, para lograr el mismo fin. Éstos resuelven socavar y minar la resistencia de la gente mediante una serie gradual de invenciones incómodas. La primera (la que nos sugirió la novela) es la de los azucareros automáticos, que, de hecho, impiden endulzar el café. A ésta la siguen otras: la doble lapicera, con una pluma en cada punta, que amenaza pinchar los ojos; las empinadas escaleras en las que no hay dos escalones de la misma altura; el tan recomendado peine-navaja, que nos corta los dedos; los enseres elaborados con dos nuevas materias antagónicas, de suerte que las cosas grandes sean muy livianas y las muy chicas pesadísimas, para burlar nuestra expectativa; la multiplicación de párrafos empastelados en las novelas policiales; la poesía enigmática y la pintura dadaísta o cubista. En el primer capítulo, dedicado casi por entero a la perplejidad y al temor de un joven provinciano ante la doctrina de que no hay yo, y él, por consiguiente, no existe, figura un solo artefacto, el azucarero automático. En el segundo figuran dos, pero de un modo lateral y fugaz; nuestro propósito era presentarlos en proporción creciente. Queríamos también que a medida que se enloquecieran los hechos, el estilo se enloqueciera; para el primer capítulo elegimos el tono conversado de Pío Baroja; el último hubiera correspondido a las páginas más barrocas de Quevedo. Al final el gobierno se viene abajo; Macedonio y Fernández Latour entran en la Casa Rosada, pero ya nada significa nada en ese mundo anárquico. En esta novela inconclusa bien puede haber algún involuntario reflejo del Hombre que fue Jueves. (Borges 1961; 1975: 58-59)

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