Antonio Muñoz Molina. Cumpleaños. Fragmentos de sus obras

Fotografía. RAE

Antonio Muñoz Molina nació un día como hoy de 1956, en Úbeda (Jaén). Es uno de los grandes novelistas españoles contemporáneos, además de académico de la RAE, y director del Instituto Cervantes en Nueva York durante algunos años. Así, que para celebrarlo, selecciono algunos fragmentos de sus obras más conocidas como Beltenebros, El jinete polaco o Plenilunio, una de mis novelas preferidas.

Beatus ille

Usted, que no conoció aquel tiempo, que tenía el derecho de carecer de memoria, que abrió los ojos cuando la guerra estaba ya terminada y todos nosotros llevábamos varios años condenados a la vergüenza y a la muerte, desterrados, enterrados, presos en las cárceles o en la costumbre del miedo. Ama la literatura como ni siquiera nos es permitido amarla en la adolescencia, me busca a mí, a Mariana, al Manuel de aquellos años, como si no fuéramos sombras sino criaturas más verdaderas y vivientes que usted mismo. Pero ha sido en su imaginación donde hemos vuelto a nacer, mucho mejores de lo que fuimos, más leales y hermosos, limpios de la cobardía y de la verdad.

Beltenebros

Cumplí mi parte de la crueldad y destrucción y merecí la vergüenza. Los efectos del amor o de la ternura son fugaces, pero los del error, los de un solo error, no acaban nunca, como una carnívora enfermedad sin remedio. He leído que en las regiones boreales, cuando llega el invierno, la congelación de la superficie de los lagos ocurre a veces de una manera súbita, por un golpe de azar que cristaliza el frío, una piedra arrojada al agua, el coletazo de un pez que salta fuera de ella y al caer un segundo después ya es atrapado en la lisura del hielo.

El jinete polaco

Ellos me hicieron, me engendraron, me lo legaron todo, lo que poseían y lo que nunca tuvieron, las palabras, el miedo, la ternura, los nombres, el dolor, la forma de mi cara, el color de mis ojos, la sensación de no haberme ido nunca de Mágina y de verla perderse muy lejos, al fondo de la extensión de la noche.

Ardor guerrero

Desde que supe adónde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bombas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo del asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos.

Plenilunio

Casi sin darse cuenta había empezado a acariciarla mientras hablaban en voz baja, tan lentamente como ella entraba en calor, los pies muy fríos enredados a los suyos, y al ir siguiendo con los dedos ahora más sensitivos y audaces el tacto de la piel y las sinuosidades ya familiares que buscaba y reconocía luego con los labios, volvió a acordarse, ahora sin miedo ni vergüenza, sólo con dulzura, casi con agradecimiento, de los sueños eróticos de los catorce años, y le pareció que la veía a ella como era ahora mismo y como había sido la primera vez que unos ojos masculinos la vieron desnuda. Lo perdía todo, se despojaba de todo, igual que al desnudarse ella había dejado caer al suelo las bragas y el sujetador y se había aproximado a él como emergiendo de las prendas abandonadas e inútiles, caídas a sus pies con un rumor de gasa. No había urgencia, ni incertidumbre, ni ademanes de fiebre o ansiosa brutalidad. La veía moverse oscilando, erguida, acomodándose despacio encima de él, el pelo sobre la cara, mezclado con la sombra, los hombros hacia atrás, las dos manos que le sujetaban con fuerza los muslos.


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