Sir Horace Walpole, forjador de sombras

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Hoy se cumplen 290 años del nacimiento de Horace Walpole, el brillante aristócrata que con El castillo de Otranto (1764) inició la novela gótica.

El propio autor aclara cómo se originó esta novela fundacional: “Una mañana de comienzos del pasado mes de junio, me desperté de un sueño del que todo lo que puedo recordar es que me encontraba en un viejo castillo (…) y que, sobre la balaustrada superior de una gran escalinata, vi una gigantesca mano enguantada en hierro. Por la tarde me senté y empecé a escribir, sin saber lo que realmente quería contar. La obra fue creciendo en mis manos”.

Poco a poco surgieron los personajes (el tirano Manfredo, la encantadora Isabel, el joven Teodoro…) y la trama rebosante de giros dramáticos, con maldiciones, identidades que se revelan por sorpresa y apariciones espectrales. Todo ambientado en un espacio amenazador: ese castillo medieval del sueño de Walpole, escenario presente a lo largo de casi toda la novela.

Se podría decir que El castillo de Otranto es como una máquina de tortura medieval llena de poleas, engranajes y pinchos oxidados. Aunque no funcione y percibamos que pertenece a otra época, su visión nos produce una cierta inquietud. Así la novela, aun con sus defectos y flaquezas, logra generar en ocasiones una ineludible atmósfera ominosa.

Y, a pesar de lo que podría esperarse, su lectura proporciona entretenimiento. Puede que gracias a los exagerados giros en la trama y a un humor que le otorgan a veces un carácter que raya en lo autoparódico. Una autoparodia seguro que voluntaria, pues Walpole era consciente a la vez de las limitaciones y el potencial de su obra. Así declara en el prólogo a la segunda edición: “Pero [el autor,] si el nuevo camino que ha emprendido abre posibilidades para hombres de mayor talento, confesará con placer y modestia que era consciente de que la idea podía recibir mejores adornos que los que han ofrecido su imaginación o su manejo de las pasiones”.

Aun así, el mérito de Walpole es grande. Más que grande, enorme. Primero por haber plantado esta semilla que daría posteriormente frutos como El monje, de M. G. Lewis. Segundo, porque la creación de El castillo de Otranto constituye un acto de rebeldía heroico ante el panorama literario e intelectual del XVIII, dominado por el racionalismo y el neoclasicismo, que habían arrinconado a la imaginación y perseguido el gusto por lo sobrenatural en el arte.

Es la época de preceptores como Samuel Johnson, quien en 1750 escribe que la labor de la novela consiste en “provocar eventos naturales de forma factible, y mantener la curiosidad sin la ayuda de la maravilla: está por tanto excluida de los mecanismos y los recursos del romance heroico; y no puede emplear gigantes para arrebatar a una dama de los ritos nupciales, ni caballeros para traerla de vuelta: tampoco puede desorientar a sus personajes en desiertos ni hospedarlos en castillos imaginarios”.

Gigantes, damas raptadas, caballeros heroicos, castillos imaginarios… justo los elementos que utilizará Walpole en El castillo de Otranto. Además de espectros, misterios y maldiciones, claro.

Para facilitar la aceptación de su novela, Walpole empleó el subterfugio de publicarla bajo un nombre falso, como si fuera la traducción de un ejemplar italiano del siglo XVI encontrado en una vieja biblioteca. El engaño fue efectivo, la novela se convirtió en un éxito de público y la segunda edición apareció ya con su firma.

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A estas alturas, queda claro que Horace Walpole era un personaje tan inteligente como excéntrico. Hijo de sir Robert Walpole, primer ministro inglés entre 1721 y 1742, conde de Orford, tras viajar por Europa se hizo con un puesto parlamentario y llevo una vida siempre de acuerdo con lo que consideró oportuno. A partir de 1750 habitó Strawberry Hill, mansión que reformó hasta convertirla en una fantasía gótica a la medida de sus gustos.

Aparte de El castillo de Otranto, escribió cientos de páginas entre cartas, memorias, crítica, historia y estudios de arte, incluyendo una tragedia sobre el incesto, La madre misteriosa, y una serie de relatos breves llamados Cuentos jeroglíficos. No existe traducción al español de la obra teatral, pero sí del librito de cuentos, y a manos de Luís Alberto de Cuenca.

Walpole escribió estos cuentos con una técnica cercana a la escritura automática, dejando a la imaginación campar a sus anchas, sin que la razón intervenga más allá de la intención inicial de ambientar la acción en Oriente. El resultado son unos relatos rápidos, originales, con abundancia de elementos absurdos que a veces conducen a lo macabro, como en algunos dibujos de Edward Gorey. Para Luís Alberto de Cuenca, constituyen un antecedente del surrealismo francés, y parecería como si, al igual que la Alicia de Lewis Carroll, rindieran homenaje “a la imaginación turbulenta y anarquista de la infancia”.

En su edición de los Cuentos jeroglíficos, por cierto, se incluye un apéndice de 30 páginas sobre la novela gótica inglesa imprescindible para interesados en el género y seguidores de la literatura fantástica y terrorífica en general.


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