Esa pregunta: ¿Pero por qué me estoy leyendo yo este libro?

¿Por qué lo estoy leyendo?

¿Por qué lo estoy leyendo?

Empezamos ese libro porque nos atrae. Porque tiene reseñas excelentes de sesudos críticos. Porque es de uno de nuestros escritores favoritos. «Uf, el último de Fulanito, ¡lo más! No puede fallar», nos decimos. Porque es el más vendido y nos fiamos mucho de las listas de ventas. Porque nos lo recomendó un amigo, alucinado con él, y es nuestro colega del alma y queremos compartir su entusiasmo.

En fin, que comenzamos. Los días pasan, leemos… Nuestra realidad cotidiana es tranquila, no exenta de falta de tiempo y algún problemilla, pero tranquila. Y de pronto, viene la sensación. «Pero si lo estoy pasando mal mal pero mal con este libro. ¿Qué hago leyéndolo?». Ojo, no es que sea malo, es que estamos pasando un muy mal rato con lo que leemos. Pero tenemos fuerza y lo acabamos. ¿Por qué? ¿Con cuáles os ha pasado? ¿Los habéis dejado? Veamos…

No me ha ocurrido muchas veces. Además, lo más sencillo cuando algo te hace sentir incómodo es dejarlo. Con el par que recuerdo lo pasé francamente mal. Aun así, logré terminarlos, aunque he de reconocer que de uno me salté páginas y páginas. Todos sabemos que eso no es buena señal.

La cuestión fue el desasosiego que me generaron. La dureza y crudeza de lo que contaban y cómo lo contaban. También hay que tener en cuenta las circunstancias en que leemos ciertos libros y las teclas que logran tocar del más profundo, retorcido y morboso interior que podamos tener. Y eso también es un mérito. Ahí van ese par de títulos.

Las benévolas (2007) – Jonathan Littell

De este autor no me quedaron ganas de leer más tras acabar esta novela, seguramente la más reconocida que tiene. Pero claro, era la Segunda Guerra Mundial, una debilidad personal. En fin, se me fue el ojo. Se me fue de más.

Cuando uno mezcla casi un tratado de semiótica, un antiguo oficial de las SS muy perturbador y perturbado, el Holocausto, el frente oriental y una relación incestuosa, lo prudente es hacer acopio de ánimo. Si añadimos las floridas definiciones de la crítica como «título de culto», «novela del año», «excepcional descubrimiento», etc., lo más prudente aún es echarse a temblar. Sí, a veces uno no sabe dónde se mete, pero yo sí lo sabía. No era una obligación, por supuesto.

El poder de fascinación de este libro es proporcional a su pretenciosidad. Y si sigues leyendo sus más de mil páginas de capítulos eternos, pocos puntos y, en algunas partes, ese tratado de semiótica de lenguas caucásicas, llegas a la conclusión de que solamente es por orgullo.

La complejidad de personajes, estructura y contenido no escatima de detalles muy gráficos, escatología de por medio también o jerga militar. Así que se convierte en un desafío. «Este cabronazo psicópata y pirado no va a poder conmigo». Y, milagro, lo acabas. Quizás es simplemente por saber ese final. Y para ello, el autor se apunta dos tantos: uno, que no le importan en absoluto los lectores. Y dos: que usa un truco muy viejo, el morbo más retorcido al recrear las imágenes generadas por la lectura, sobre todo la de los pasajes más escabrosos.

Un par de títulos incómodos

Lecturas incómodas…

El asesino de la carretera (2008) – James Ellroy

¿Y qué decir de la comodidad leyendo a Ellroy? Para unos es un genio, para otros es insoportable, para todos es complejo. La mayoría ha podido leerse uno o un par de sus libros. Algunos nos los hemos fumado casi todos. Ellroy no es de medias tintas, ni mucho menos fácil. El asesino de la carretera es de las menos menos fáciles de digerir.

Por su crudeza descarnada en la recreación de la violencia más salvaje y cruel. Y por uno de esos personajes que fascinan al igual que horrorizan. La recreación del mal en estado puro que (quizás es eso lo que más aterra) está basada en el mal real que suele superar la ficción. En este caso es la autobiografía que decide escribir un despiadado y brutal asesino en serie cuando lo meten en prisión. Así, narrado en primera persona, nos vamos de viaje al infierno a través de los Estados Unidos donde asistimos a los más horrendos crímenes que se suceden sin parar.

Esa sensación de la que hablaba la tuve de forma muy vívida en un determinado momento de la época en que leí esta novela. Daba clases de inglés e iba un par de veces a la semana a casa de una niña de nueve años en el Madrid más perfecto del barrio de Salamanca.

Pues bien, en los trayectos en metro yo iba leyendo esta novela. Fue precisamente en uno de esos viajes de vuelta a casa después de una de aquellas tan agradables clases cuando de repente se me fue la vista de la lectura. Recuerdo que era uno de esos pasajes impactantes, crudos y sin anestesia, tan característicos de Ellroy. La pregunta fue inmediata. ¿Qué hago leyendo esto? 

Conclusiones

Es sencillo responderse: es ese contraste de la cotidianidad real con el gran poder evocador de la literatura. Esas preguntas quizás nos asaltan cada día desde la realidad más cruda, desolada y cruel que sí sucede. Pero a esa estamos demasiado acostumbrados. Así que, aunque sean en lecturas incómodas o difíciles, una vez más la literatura muestra su esencia de recordar que podemos tener, tenemos y aceptamos esas sensaciones. Aunque sea con el peor de los ratos.


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  1.   Aracel-li Riera Ferrer dijo

    Tengo por costumbre no fiarme de críticas, premios literarios o blogs, sino más bien de mi intuición. Y sinceramente con el último libro de Lorenzo Silva «El país de los escorpiones» me falló. Lo abandoné en la página 50. Por que si un libro que llevas 50 pàg. no te atrae, mejor lo cierras y a por otro, que con la lista interminable que tengo, no puedo perder el tiempo.
    Un saludo Mariola y gràcias por este blog (y por muchas cosas más)

  2.   Mariola Díaz-Cano Arévalo dijo

    Gracias por tu comentario, Araceli.